lunes, 21 de septiembre de 2015

Pájaros


En su faceta no profesional, la ornitología sólo cuenta con detractores absolutos o admiradores acérrimos. No existe un punto medio. Y si existe no importa nada para este divertimento. 



Segregados del común de los mortales en calidad de extravagantes y poco aseados, los amantes de los pájaros siempre se han asociado a prácticas ocultas, grotescas, en los buenos tiempos oraculares o mitológicas. No obstante, la mónada cultural de occidente se ha servido habitualmente de las aves como significante inmediato de modernidad y sofisticación. 

Es decir: volverán las oscuras golondrinas, aunque ahogadas las pobres en tinta de colores y jagermeister. 



Pero empecemos por el principio. El oro de las colonias combinaba mal con las naturalezas muertas, no así sus exóticas aves, sinónimo de riqueza y encanto cosmopolita.



Los cisnes habitaban el imaginario colectivo de Europa desde tiempo remotos, pero fue en el siglo XVIII y especialmente en el XIX -por favor no dejéis de leer la opinión de Ángel González a este respecto- cuando esta especie se consagró como catalizador del buen gusto. Lo que queda en las mesitas de vuestras madres son las cenizas de aquella implosión de plumas y delicadeza finisecular. 







Me gusta pensar que la actual obsesión flaminga nace como una reinvención pop del cisne clásico, posiblemente en Las Vegas. Su rango de acción es ilimitado. Para todos aquéllos que compramos pajitas en el Tiger, sigue proporcionando el delicioso frenesí de sentirse parte de la vanguardia estética.



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