sábado, 25 de febrero de 2017

Robar con clase


Cuando uno entra a la exposición de Carlos III en Palacio, especialmente después de pasar más de media hora de cola cegado por el sol nuclear de Madrid en febrero, los tapices de oro puro parecen diseñados para un hotel de lujo en Los Ángeles, California,  allá por 1974. 

Añadan a esta psicodelia, meramente estética, la punzada de culpabilidad y vergüenza que se siente cuando se da cuenta de que, mientras Urdangarín está camino de Suiza con una mueca de puro placer en el rostro, usted ha hecho cola, ha pagado UNA PUTA ENTRADA, para poder disfrutar durante un rato de una serie de delicias -la muestra es realmente espléndida- en su día financiadas con el sudor de la frente de alguno de sus antepasados. Pero de los suyos, no de los de la Infanta. Cualquiera diría que nos gusta que nos den caña,como diría Max Estrella. 

Sólo un cosa, un pequeño detalle. Por lo menos Carlos III llevaba armiño y una corona inmensa y mandaba hacer chinoiseries y jarrones y bordados y cuadros en los que las lágrimas de Cristo te empañan los ojos, y todo eso al menos tuvo la deferencia de dejarlo en Palacio para que los españoles pudiésemos disfrutarlo a su muerte. Sí, pagando. Y haciendo cola. Y teniendo que aguantar la actitud del régimen monacal que rige Patrimonio Nacional, pero oiga, ¿qué puede decir usted a favor de Urdangarín y la Infanta Cristina? Que se compraron un piso en Suiza y lo demás se lo llevaron muerto para vivir de usted, así, sin armiño, ni lámparas de cristal, ni alfombras persas, ni porcelana china. Eso sí que es una estafa en toda regla. Y además muy cutre. 







Esta entrada es de Sergio, básicamente por ser Sergio, 
pero en particular por su exquisita defensa de la República y de la belleza, 
que para él son lo mismo. 

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