domingo, 3 de abril de 2016

De la mujer y la casa, penútima entrega.


Esta historia comienza, como tantas otras en nuestra telaraña occidental, con una virgen. Dorothy Gale, o la Santa Madre de Dios bajo la advocación de Loreto. Tanto me da que me da lo mismo. 


Y ojito al mensaje, ojito. No al que redacta el fraile para justificar el saqueo de Tierra Santa por los cruzados, ni siquiera el de un puñado de guionistas yankees expectantes de una II Guerra Mundial en el vertedero moral de Hollywood (ya teníamos la Virgen, nos faltaba la Guerra, porque siempre hay una guerra en estos cuentos, no les quepa la menor duda). No, no. Hablo más bien de lo que ha quedado para los restos y ha perpetuado visualmente la falacia biológica de la que, en mayor o menor grado, llevamos siendo víctimas las mujeres desde que estaban pasando la Biblia a limpio, si no antes. 


Esa iconografía de que la mujer es el alma de la casa, el hogar que decían los latinos. Que la casa no se entiende sin mujer y que, como en estos casos, es ella la que pertenece al inmueble, y no al revés. La mujer es el motor de la vivienda porque sin ella no se explica, pierde su esencia más primaria, pero a la vez es esclava de la misma.  Y si a la casa se le pone en el coño volar miles de kilómetros a Loreto o al arcoiris de Oz o vaya usted a saber dónde, la mujer se jode y viaja de equipaje de mano. Punto en boca. 

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